Para ti, que ahora me lees
Por Ivette Estrada
Todos los hombres de todos los tiempos, credos y razas, supieron que el amor da sentido a la vida, conforma proezas y crea esperanza. Es lo único que nos permite recordar nuestro contrato sagrado, lo que marca amaneceres y permanece inmutable hasta el momento en el que trascendemos al cielo o nuevas realidades.
Por amor se impulsan misiones, se abren compuertas de imaginación e ideas, se trasciende y también se vive. Es lo único que redime, cura y salva. La magia que permanece a lo largo de las horas. Es la estructura inalterable de las pasiones, sustancia que vivifica talento y permite proseguir aunque la realidad sea obscura e incierta.
Pero pese a su contundencia y grandeza, nadie logra conceptualizar al amor. Es la eterna figura o personaje de lo inefable. No obstante, a lo largo de la vida, existen experiencias que logran acercarnos a él y mantenerlo como faro para paliar dolor e incertidumbre.
Posiblemente, entre los acontecimientos que se convertirán en parteaguas trascendentales, aquellos en los que generaremos una cercanía con el amor, sobresalgan las experiencias m´siticas. El halo de espiritualidad que en un momento dado nos permite comprender la grandeza de los mundos visibles e intangibles, cuando nos percatamos que existe más bonhomía y belleza de la que logramos aprehender, cuando podemos clamar ayuda a un universo que se antoja benevolente y cierto.
Quienes poseemos una religión, logramos acercarnos a la divinidad a través de rituales y oraciones ya hechas. Será el tiempo, sólo él, el que nos permita encontrar en lo ordinario y pueril lenguajes y voces para conversar con nuestras deidades, siempre similares a nosotros. Será un trivial espejo el que nos permita quedar inmersos no en la imagen, sino en las profundidades de la consciencia. Y en ese momento sabremos que la consciencia es nuestro nexo con lo divino y la fuente del amor en la realidad.
Eso, sin embargo, no ocurre en los primeros años. No pasa comúnmente cuando atravesamos los primeros años de vida, sino cuando ya experimentamos muchas pérdidas y comprendimos que son instantes, cadenas breves de momentos, lo que se incrusta en las horas.
Sólo entonces, en los últimos años de nuestra presencia en la realidad tridimensional, podemos dimensionar y amar nuestra anatomía espiritual. Sin ella, el misticismo aparece exiguo y la construcción conceptual del amor una metáfora inacabada.
Esto es paradójico si consideramos que la industria fílmica y musical de occidente confina el sentido del amor a la juventud, lapso breve. Lo dota de una corporeidad material y, por ende, efímera. No es ese tipo de amor, pasión de fugacidad y superficialidad, lo que da sentido a la vida. Es aquel que traspasa piel, imaginación e ideas. Es el que asciende y nos permite comprender que todos somos uno y que en cada uno de nosotros están los ojos de lo eterno y la perfección, por poco humilde que parezca.
Y si asumimos que lo único que le da sentido a la vida es el amor y el trabajo o poder de creación de nuestra realidad, éste último y todo cuanto existe, se supedita al amor. He aquí mi breve reflexión en época navideña. Dios contigo.