Por Ivette Estrada
Hay una cárcel inaudita para la libertad: la restricción mental. El asumir que no puedo hacer o incluso pensar de determinada manera por prejuicios propios, silenciosos a veces pero igual de restrictivos.
Tendemos a genera comportamientos, reacciones e incluso opiniones apegadas a valores impuestos, que en verdad no nos representan. “Calcamos” y sistematizamos idiosincrasias ajenas de familiares, amigos, medios de comunicación e incluso desconocidos. Todo por una razón: no nos atrevemos a generar diálogos internos. Rara vez o nunca ejercemos la introspección para detectar cómo nos sentimos y cómo valoramos determinada situación.
Pero no vayamos más lejos: muchas veces, ni siquiera podemos detectar en nosotros las emociones que nos dominan y solemos confundir el odio con el miedo, por ejemplo. También, en una sociedad consumista como la nuestra, infravaloramos los soliloquios y nos acostumbramos a anticipar los deseos de otros, con una complacencia aprendida.
Los valores no son herencia: Nuestros padres y ancestros pueden dibujarnos un mapa de lo plausible y correcto, pero sólo en la medida que cada uno internaliza tales valores y los empata con su propia esencia puede tomarlos como legítimos y suyos.
La sentencia de fidelidad a ti mismo, inmortalizada por Shakespeare en Hamlet, es un espejo para mirarnos nítidamente: ¿Cuándo somos plenamente consciente de nuestros actos y las palabras no están imbuidas de las sombras de otros, cuándo nos atrevemos a fortalecer nuestros propios dichos con acciones concretas, y cuándo, finalmente, abrimos la jaula ideológica que nos impusimos y decidimos volar a otras realidades y experimentar nuevos confines?
Es posible que las restricciones más duras procedan de nuestra voz interna. No la consciencia, sino de ese remedo de Pepe Grillo que juega con respuestas aprendidas y que nos impide revelar, ante nosotros mismos, quiénes somos y qué queremos.
Hay quienes tienen la osadía de retar al mundo y emprender infinitas batallas para fortalecer su propio yo de las fauces de la reprobación y la crítica. Otros guardan prudentes silencios para no incomodar aunque viven como quieren hacerlo. Y hay otros que, aunque callan, comienzan la materialización de sus ideas a través de múltiples instrumentos, como el arte o el trabajo cotidiano.
Sin embargo, hay una gran parte de la población, y no sólo adolescentes y niños, que socavan su expresión y permiten que otros les impongan su percepción del mundo. Esos seres llenos de ingenuidad y mansedumbre no irán al cielo.
Porque el cielo es la construcción que cada uno de nosotros hace de lo feliz e idílico. Entonces, como no tienen noción propia de quien son o qué quieren, su comodidad y deleite la determinan otros. Y su confinamiento persiste a través del tiempo.
Asumo que tuve la fortuna de que mis padres me dieron el regalo más grande que se puede dar a otro ser humano: libertad. Libertad para pensar, callar y emitir mis propios juicios, filias y condenas.
Jamás me forzaron a exhibir talentos o carencias ante otros. Me dejaron ser, llena de silencios y de infinitas preguntas que siempre trataron de resolver, por absurdas o burdas que parecieran. Encontré que es posible que al escribir los fantasmas se alejaran. También las sombras y dudas. Y cuando escribo es el soliloquio más libre y feliz que poseo.
Escribo para mí. Y eso representa mis alas, y también la libertad y la comunión con el ser que soy y en el que me transformo día a día.