ABANICO/ Vericuetos del dolor

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Por Ivette Estrada

No hay soledad más honda que el dolor. Un no-espacio en el que nos sumergimos en la enfermedad y la pérdida. Es un viaje largo, cansino, en el que nadie puede acompañarnos.

La empatía podrá generar una especia de sombra que nos sigue, pero jamás logrará adherirse totalmente a la oquedad en la que se hunde quien padece.

Puede tratarse de un mal físico, incluso dolor crónico, pero también existen “verdugos mentales”, aquellos que quitan sosiego, tunden a preocupaciones y amarran al miedo.

Muchas veces la oscuridad y la noche, con su inherente silencio, acendran la autoconciencia y emergen preocupantes soliloquios. Semillas fértiles sobre uno mismo en el que divagan los dolores y demonios de culpabilidad, duelos y golpes.

A veces creo que la enfermedad es un tanto premonitoria. Aparece justo cuando la vida nos tiene reservados capítulos muy adversos, que podrían catalogarse de insoportables. Si. A veces “caer” enfermo es un termómetro inexplicable y silente de que se avecinan episodios que requerirán gran determinación y fuerza.

Otras veces la enfermedad es un descanso, un paréntesis. Marcar un alto a un ajetreo constante, forzar la introspección para tomar resoluciones y adentrarnos en la meditación y las preguntas insistentes de nuestra misión de vida. Sirve para confrontarnos con nuestra frágil materialidad y presentarnos sin disfraces, prejuicios o arquetipos.

El dolor es un viaje, profundo, cruel pero mágicamente esclarecedor acerca de nuestras prioridades, credos y límites. Es la confrontación real y holística de la persona que miramos ante el espejo. No encontramos nada a nivel superficial. Hallamos lo que está oculto, lo que no nos atrevemos a nombrar, lo que realmente nos define.

Los místicos le llaman a los paréntesis de vida ”noches oscuras del alma”, por San Juan de la Cruz. La biblia se ejemplifican estos episodios con la lucha de Jacob contra un ángel, la eterna lucha de lo mundano y trivial contra la divinidad y espiritualidad.  Muchos, trivialmente, llamamos a los momentos de enfermedad y dolor como “tribulaciones”, figuras escuetas de las que aparentemente podemos librarnos y proseguir nuestra vida con ellas.

Pero ¿qué significados tiene el dolor? La respuesta no es única. Responde a nuestra unicidad.

Temo enfermarme. Va más allá del dolor físico, de perder días y realidad, de adentrarme en un tobogán tortuoso y negro. Temo por lo que vendrá después. La enfermedad es mensajera, de pérdida y dolor en quienes amo. Es el preludio del infierno.

El infierno, la imagen más desolada porque aparecemos en un paisaje desconocido y no logramos reconocernos. Somos “nosotros” pero somos otros, unos sin identidad, nombre ni destino. Unos que abandonaron raíces, emociones y memoria.

Danza la vida. Recobrarnos es tomar conciencia de nuestra realidad tridimensional. Pero también enfrentar noticias nefastas, palabras que hunden, sentencias implacables, monstruos negros que se ciñen a quienes amo.

Y entonces sé que el trayecto del dolor es miserable y profundamente egoísta. No puedo acompañar realmente. Sólo rezar y tomar la mano de quien ahora sufre. La enfermedad me preparó para sentir en la propia piel empatía, aunque no con la magnitud y fuerza del doliente.