CIUDAD DE MÉXICO.- En México puedes estar vivo, muerto o desaparecido. Las desapariciones forzadas forman parte del paisaje urbano: anuncios de personas desaparecidas por las calles, en los principales canales de televisión, los autobuses de la capital y, incluso, en el teatro de ópera.
El gobierno de México prometió acabar con la guerra contra el narcotráfico (iniciada en 2006 y considerada el origen de los altos índices de muertos y desaparecidos de los últimos catorce años) y poner en marcha un proceso de justicia transicional. Se trata de un mecanismo para dar cuenta de las violaciones masivas de derechos humanos, buscar la verdad, hacer justicia y compensar a las víctimas. Expertos y activistas, sin embargo, aseguran que el único que se ha hecho hasta ahora es reconocer que hay una crisis humanitaria y administrar el dolor de las víctimas.
La primera fase de este proceso es el descubrimiento de la verdad. Y en el caso de las personas desaparecidas es más urgente que nunca, porque las desapariciones son preguntas sin respuesta. El gobierno publicó la cifra oficial actualizada de personas desaparecidas y no localizadas esta semana: 61.637 personas. El ejecutivo se basa en los datos del registro nacional de personas desaparecidas y no localizadas, pero organizaciones civiles del país aseguran que sólo se denuncian dos de cada diez desapariciones.
Fracaso del Gobierno
«Hasta el mes de septiembre de 2019, no aparecía en el registro el nombre de ninguno de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa», explica el abogado Víctor Caballero, en relación a uno de los casos más emblemáticos de desapariciones forzadas, que tuvo lugar en 2014. Para el letrado, la cifra es una manifestación más de la política de simulación del gobierno para hacer ver que están atendiendo el problema.
«Mañana por la mañana no me va bien, tengo Fiscalía», responde por WhatsApp a la petición de una entrevista para este reportaje María del Carmen Volante. Se refiere a la reunión con el ministerio público para hacer seguimiento del caso de su hija, Pamela Gallardo. La última vez que la vio fue la noche del 4 de noviembre de 2017. La joven de 23 años fue a un festival de música electrónica con su novio. Al terminar, discutieron y el chico declaró que, a las 3 de la tarde del día siguiente, ella se fue sola en uno de los autobuses que el festival ponía a disposición de los asistentes. Después se supo que estos vehículos salían del lugar del festival dos horas más tarde, a las cinco, y no a las tres.
Pasado el tiempo el caso sigue igual. «Supimos que el teléfono de mi hermana se desvió a Puebla [a dos horas de la capital]», explica el hermano de Pamela, Esteban Gallardo. «Nuestro fiscal tardó cuatro meses a solicitar a la policía federal un operativo de búsqueda», añade, mientras su madre baja la cabeza, levanta la mirada y eleva los cuatro dedos de la mano, indignada.
La investigación la está haciendo la misma familia. Ellos colgaron carteles por la Ciudad de México. Ellos fueron al barrio donde Pamela fue vista por última vez, una zona montañosa de la capital señalada con un foco rojo como peligrosa. Ellos interrogar a los habitantes del lugar. Y ellos pidieron y revisar imágenes de las cámaras de videovigilancia del gobierno de la capital mexicana.
La señora María del Carmen y su esposo han dejado de trabajar para dedicarse a buscar la Pamela. Sus dos hijos mayores han vuelto a vivir con ellos para ayudarles con las deudas. «Hicimos un encuentro con familiares de desaparecidos de todo el país», explica Esteban. «Hablando con ellos, nos dimos cuenta de que estamos solos. No hay un sistema nacional de investigación», dice.
Impunidad generalizada
La tasa de impunidad del 99 % ayuda a entender que no se sepa por qué desaparecen las personas. «Hay causas políticas y criminales», dice Caballero. «La Ciudad de México, por ejemplo, es un corredor de tráfico de personas para servicios sexuales hacia el resto del mundo», asegura. «Hay muchas posibilidades de colusión con las autoridades», añade el abogado, que tiene 20 años de experiencia. De hecho, familiares y activistas no dicen que sus seres queridos desaparecieron, sino que los hicieron desaparecer.
«¿Está viva?, ¿Muerta?, ¿Come?, ¿La violan? Prefiero que esté muerta», asegura María del Carmen, mientras con una mano seca las lágrimas y con la otra, sostiene un cigarrillo. «Duermo dos horas, me levanto y fumo. Mis hijos me cierran la puerta de casa para que no salga de noche a buscarla «, explica sentada en la mesa del comedor de su casa, en el único momento de la conversación en la que pierde firmeza.
La señora María del Carmen ha encontrado apoyo en los colectivos de familiares de desaparecidos. Abuelos, hermanos, primos y amigos se han alejado. «No saben qué sentir ni qué decir. Creen que todo el día estás llorando «, interviene la Esteban. «Pero aquí la vida sigue, porque, si no, ¿cómo sigues buscando? No hay protección, el mismo sistema te obliga a salir adelante», dice.
La familia Gallardo hace más de dos años que busca a su hija. Hay familias que los cuentan por lustros. Cuando estos padres huérfanos de hijos envejecen, coinciden en un mismo miedo: irse de este mundo sin haberlos encontrado.