La Alameda Central, un lugar para galantear en la época virreinal

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Inmortalizado por el muralista Diego Rivera en su multi reproducida obra ‘Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central’, pintada entre julio y septiembre de 1947, este paseo familiar, de pareja y hasta de la emperatriz Carlota Amalia, es uno de los espacios que llenan de identidad a la Ciudad de México desde el siglo XVI.

Ubicada en el corazón de la capital mexicana, esta plaza pública que representó un remanso para generaciones de habitantes estaba en la frontera o límite de la propia urbe, ya sea de México Tenochtitlan o de la ciudad de México en Nueva España, explicó el historiador y maestro en arte y decodificación de la imagen Alfonso Miranda Márquez, durante la charla que sobre la Alameda Central ofreció dentro del ciclo de conferencias Plazas y sitios de la CDMX, organizado por el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) de la Fundación Carso.

Este sitio fue concebido para recreo y regocijo de los habitantes de la capital de Nueva España, pero el lugar que actualmente ocupa la Alameda era regido por el barrio calpulli de Moyotla y tenía uno de los más importantes tianguis, un centro de mercadeo muy radical en las transacciones a partir de la semilla del cacao, que sólo tenía un rival en cuanto a lo que podía intercambiarse y tener este muy ágil y dinámico comercio, que sería el de Tlatelolco, pero eso estaba más lejano e impedía que fuera el bastión proveedor de la inmediatez de lo que implicaba México Tenochtitlan.

En una amena e ilustrativa plática, el también director general de Museo Soumaya hizo un recorrido por la historia de este pulmón del centro de la capital mexicana que, dijo, en la época virreinal también ocupó un espacio de mercado obviamente porque las herencias culturales se hibridaron y en ese sentido el mercado de San Hipólito sería asimismo importante, puesto que adyacente a la actual Alameda está el templo dedicado a ese santo, referencial para el crisol que implica Nueva España, ya que el 13 de agosto de 1521, día en que se celebra su fiesta, se puso fin a la conquista de México Tenochtitlan y se abrió paso a una era de tres siglos virreinales.

El área que ocupa la Alameda, que desde hace más de 400 años forma parte del paisaje urbano de la ciudad de México, hoy se encuentra limitada al norte por la avenida Hidalgo, al este por la calle Ángela Peralta, al sur por la avenida Juárez y al oeste por la calle Doctor Mora; antiguamente estaba acotada por los terrenos del convento de Santa Isabel, ahora Palacio de Bellas Artes, y también por la acequia, esa parte baja de una arcada que es el acueducto de Santa Fe, un bastión de agua para surtir a la propia capital de Nueva España.

La historia de este solar

de esparcimiento para la sociedad

La construcción de lo que se concibe como Alameda Central la ordenó en 1590 el virrey Luis de Velasco y Castilla, primer marqués de Salinas del Río Pisuegra, se abrió dos años después el 18 de enero de 1592 y recibió su nombre porque se plantaron álamos traídos de Marruecos y de España; sin embargo, aunque se fueron a buscar al norte de África y sur de España los mejores álamos que dieran sombra y cobijo a este solar, el clima no era propicio para estos árboles porque se anegaba fácilmente por la herencia de los canales que comunicaban a México Tenochtitlan y eso fue decisivo para no ver hoy más álamos, pero el nombre quedó ahí para reivindicarlos.

La intención del virrey de Velasco era crear un espacio de paseo y recreación para los vecinos, por lo que desde finales del siglo XVI, todo el XVII y parte del XVIII, la sociedad novohispana cruzaba por lo menos una vez a la semana la Alameda, ya fuera por distracción o por ser vinculante con los distintos elementos que la rodeaban como el templo de Corpus Christi o el más importante después de la catedral metropolitana, el de la Santa Veracruz, que le dio coordenada a esta conquista de la cruz que cabalgaba junto con la conquista de la espada, y bajo estos elementos poder establecer una nueva relación de espacio, que hoy nos permite entender su entorno cultural.

Don Luis de Velasco, segundo virrey de Nueva España, solicitó del Ayuntamiento que se formara un paseo para darle belleza la ciudad y que fuera el lugar de recreo para sus habitantes, sería una alameda delante del Tianguis de San Hipólito, pero por la oposición de los afectados por la expropiación de los terrenos, se acordó que quedara más al oriente, frente a la ermita de la Santa Veracruz. Pretendía que la Nueva España tuviera una Alameda de Hércules como la de Sevilla, ese espacio que reunía a la sociedad intercomunicada y mezclada en el sur de España, pero que también se refería a unir tradiciones.

Aunque no hay mucha información sobre este paseo, se sabe que en el siglo XVI la Alameda tenía un estanque con peces y que en el XVII hubo dos inundaciones que destruyeron los álamos, razón por la cual luego se plantaron primero fresnos y más adelante los sauces; también se modificó su estructura con ocho calzadas y ocho jardines, mientras que el surtidor de agua central tenía una fuente octagonal. La primera referencia literaria de la que da cuenta ya en el siglo XVII, data de 1625 y fue del poeta Arias de Villalobos, sin embargo, la narración más famosa existente es la del sacerdote inglés Thomas Gage (1603-1656) quien, en su libro de 1626 Viajes por la Nueva España y Guatemala, escribió:

“Los galanes de la ciudad se van a divertir todos los días, sobre las cuatro de la tarde, unos a caballo y otros en coche, a un paseo delicioso que llaman La Alameda, donde hay muchas calles de árboles donde no penetran los rayos del sol. Se ven diariamente cerca de dos mil coches con hidalgos, damas y gente rica. Los hidalgos llevan una docena de esclavos africanos y otros con un séquito menos, pero todos los llevan con librea muy costosa, y van cubiertos de randas (especie de encaje labrado con aguja o tejido; es más grueso y de nudos más apretados que los hechos con palillos), flecos, trenzas y moños de seda, rosas en los zapatos, y con la inseparable espada al lado. Las señoras van también seguidas de sus lindas esclavas que andan al lado de la carroza tan espléndidamente ataviadas como acabamos de decir, cuyas caras, en medio de tan ricos vestidos y de sus mantillas blancas, parecen, como dice el refrán español: moscas en leche”.

Asimismo, refería que la hora de los criollos generalmente era entre las tres y media y las seis de la tarde, quizá porque el calor bajaba y eso permitía que hubiera un intercambio; los domingos esto sí se modificaba y el paseo de la Alameda era de las 11 de la mañana a la una de la tarde.

Y como era usual buscar pareja o comprometerse en la Alameda, había todo un código con el abanico o el pañuelo que permitía un contacto a distancia, pero al fin y al cabo contacto, entre una dama criolla o peninsular frente a un pretendiente también criollo o peninsular, de manera que si la mujer arrugaba su pañuelo quería decir ‘te amo’, si pasaba su abanico cerrado frente a los ojos era ‘he leído tu carta’ y si se abanicaba vehementemente con la mano izquierda significaba ‘te odio’, estos cánones eran fácilmente entendidos y aunque no era tan sencillo acercarse a una joven, siempre había modos de escape y precisamente uno de ellos era el paseo de la Alameda.

En la Alameda Central convergía y se relacionaba toda la sociedad, es decir, los naturales que intercambiaban a veces productos o simplemente paseaban; los españoles, los criollos y también los mestizos. En el siglo XVIII ya aparece la calle de Plateros, hoy Madero, de acuerdo con un plano consultado por el ponente.

Este plano fue hecho en 1793 por el cartógrafo Diego García Conde e iluminado por Rafael Ximeno y Planes, quien fue el encargado de organizar y de estar al frente de la Academia de Nobles Artes de San Carlos, homóloga de la de san Fernando en Madrid, mientras que el encargado de grabar la plancha de metal fue José Joaquín Fabregat. Este mapa, que pertenece a las colecciones del CEHM, muestra que ya para entonces la Alameda había sufrido una transformación a través del tiempo.