La debacle de 2008 dio pie al populismo que gobierna hoy en Estados Unidos.
Era enero de 2010 y el secretario del Tesoro estadounidense, Timothy Geithner, acababa de hablar por teléfono con el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke. La economía estaba, si no exactamente saludable, mucho mejor que cuando él asumió el cargo un año antes, un momento en que el mundo se asomaba a otra Gran Depresión. El contagio financiero se había detenido. El crecimiento había regresado. El mercado de valores llevaba diez meses en una racha alcista que dura hasta hoy.
Pero Geithner tenía la resignación de un hombre derrotado. Tras varios meses de conversaciones, esta era nuestra entrevista de despedida, su oportunidad de presentar su defensa de que la administración Obama había rescatado al país de la ruina financiera. Geithner confiaba en que habían tomado la decisión correcta al centrarse en restaurar el crecimiento en lugar de impartir la justicia popular castigando a los bancos. Pero su argumento se disolvía en el fatalismo.
Tres días antes, los electores de Massachusetts habían emitido un voto correctivo al elegir a un republicano para ocupar el escaño del Senado del demócrata Ted Kennedy, en una elección especial que amenazaba con paralizar la agenda de Obama. Fue una señal temprana del contragolpe político que siguió a la crisis financiera como réplica de un terremoto. Le pregunté a Geithner si creía que la opinión popular cambiaría para favorecer a Obama. “Al final, lo que le importa a la gente es: ¿Qué hiciste? ¿Hizo que mejorara la situación o no? Esa es la vara con la que serás juzgado”, respondió. “Ahora bien, ¿será reivindicado el presidente con el tiempo? Debería, pero no estoy seguro de que así sea. Tal vez no”, suspiró.
El escepticismo de Geithner fue premonitorio, aun cuando él no alcanzaba a advertir la magnitud de la ira popular o cuánto tiempo duraría. Obama y él vieron la crisis principalmente como un evento macroeconómico que podía resolverse a través de una serie de soluciones técnicas agresivas.
Mientras organizaban las fusiones, los rescates y las inyecciones de la Reserva Federal que salvaron a toda clase de corporaciones, desde Citigroup a General Motors, pasando por Goldman Sachs y AIG, ignoraban el tambor de la furia justificada del público ante la avaricia y la imprudencia exhibidas por las financieras y los prestamistas hipotecarios.
Lo que fue tan surrealista de este periodo no fue la convicción de Obama de que el crecimiento era un elixir mágico que lo arreglaría todo, sino su creencia de que para lograrlo debía proteger, en lugar de castigar, a los que habían empujado a la economía al abismo. Cuando reunió a los directores generales de los principales bancos en la Casa Blanca en la primavera de 2009, Obama les dijo: “Mi administración es lo único que queda entre ustedes y la horca”. Como flagelantes, él y su equipo económico estaban dispuestos a absorber los azotes que deberían haber recaído, merecidamente y con razón, sobre sus invitados de Wall Street, en la creencia de que protegerlos servía a un propósito superior.
Diez años después de la crisis, está claro que Obama fue ingenuo al pensar que podía ignorar o contener el sentimiento público. Las crisis financieras atañen tanto a la política como a la economía. ¿Cómo podría no ser así? Millones perdieron su empleo, su hogar, su jubilación, o las tres cosas, y quedaron fuera de la clase media. Muchos más viven con la ansiedad de que todavía pueden perderlos. Los salarios se estancaron cuando estalló la crisis y han seguido así durante toda la recuperación. Recientemente, la Oficina de Estadísticas Laborales informó que la participación de los trabajadores en el ingreso no agrícola ha caído a un mínimo que solo se había visto tras la Segunda Guerra Mundial.
Pero las condiciones materiales personales no generaron por sí solas la respuesta de los estadounidenses a la crisis. También hubo un componente moral. La amarga ironía que se cernía sobre Geithner en el momento de nuestra reunión era que un gran número de estadounidenses consideraba que el alcista mercado bursátil no era un indicador de la revitalización económica sino un recordatorio indignante de que la aristocracia financiera responsable de la crisis no solo había quedado impune, también se estaba haciendo más rica. Esa inequidad dolió mucho. Una queja que los votantes aún comparten conmigo es que ninguna figura de Wall Street fue a la cárcel como resultado de la crisis. En cambio, el Departamento de Justicia procesó a más de mil banqueros a raíz de la crisis de ahorro y crédito de la década de 1990.
En una democracia, las masas se hacen oír. La historia de la política estadounidense en la última década es la de cómo las fuerzas que Obama y Geithner no pudieron contener reconfiguraron el mundo. El drama cotidiano de quiebras y rescates bancarios finalmente desapareció de los titulares. Pero los efectos de la crisis nunca desaparecieron, desencadenando energías partidarias en la izquierda (Occupy Wall Street) y en la derecha (Tea Party) que aniquilaron la era política precedente para introducir una nueva tóxica y polarizante. Las condiciones que dieron lugar a Donald Trump tuvieron su génesis en esa reacción, en esa respuesta. Y la creciente ola de populismo económico entre los demócratas nos hace creer que las próximas elecciones presidenciales, y el posible sucesor de Trump, también serán secuelas de esa reacción.
El mayor efecto de la crisis financiera y sus ramificaciones fue la pérdida de la fe en las instituciones de Estados Unidos. Inicialmente, y como era lógico, esta pérdida de confianza se concentró en el sector financiero. Cuando Obama fue electo presidente por primera vez durante lo peor de la crisis, Gallup reportó que la confianza en los bancos había caído a un mínimo histórico. Un número abrumador de estadounidenses (86 por ciento) calificó los problemas económicos como el más acuciante del país. Pero a medida que pasó el tiempo, la culpa se extendió. La antipatía hacia Wall Street se convirtió en desconfianza hacia el gobierno, que no solo falló para mitigar los efectos de la crisis sino que también comenzó a producir sus propios problemas, incluido un temor por el incumplimiento del pago de la deuda en 2011 y un cierre del gobierno por falta de fondos dos años después. En 2013, a cinco años del estallido de la crisis, Gallup reveló que los estadounidenses ya no consideraban que los “problemas económicos” fueran lo más apremiante a nivel nacional, el “gobierno” los había reemplazado como la principal preocupación.
Ese cambio de culpable no ocurrió por accidente. La otra razón por la cual la crisis financiera se convirtió en una fuerza reconfiguradora tan poderosa en la política es que los republicanos (y luego demócratas como Bernie Sanders) la utilizaron para sus propios fines. El arquitecto de esta estrategia fue el líder de la mayoría del Senado, el republicano Mitch McConnell. En los últimos meses de la presidencia de George W. Bush, cuando Lehman Brothers colapsó y la economía mundial se tambaleaba, el senador de Kentucky ayudó a impulsar “el rescate”, oficialmente denominado Programa de Alivio para Activos en Problemas (TARP, por sus siglas en inglés), un proyecto bipartidista que Bush hizo ley un mes antes de las elecciones de 2008. En ese tiempo, McConnell elogió la aprobación del TARP como “uno de los mejores momentos en la historia del Senado”, un comentario que le valió la enemistad de los conservadores de línea dura.
Pero tres meses después, cuando Obama entró a la Casa Blanca, McConnell calculó que la ira pública por la crisis podía aprovecharse para obtener réditos políticos. Obstruyó la capacidad del gobierno para distribuir los fondos TARP, avivando el resentimiento hacia los banqueros y otros actores indignos que recibían rescates. McConnell no se disculpó por esto. “Trabajamos muy duro para mantener nuestras huellas dactilares fuera de estas propuestas”, me dijo en 2010. “Porque pensamos que la única forma de que el pueblo estadounidense supiera que estaba en marcha un gran debate era si las medidas no eran bipartidistas. Cuando cuelgas la etiqueta ‘bipartidista’ en algo, la percepción es que las diferencias se han resuelto y que hay un amplio acuerdo de que ese es el camino a seguir”.
La polarización resultante ayudó a los republicanos a ganar la Cámara de Representantes en 2010 y el Senado cuatro años después. McConnell fracasó en su objetivo de hacer de Obama un presidente de un solo mandato, principalmente porque los demócratas cambiaron el guión en 2012 y describieron a Mitt Romney como un “capitalista buitre” amigo de Wall Street.
Pero la ira en la política se parece mucho a un incendio forestal: puede salirse rápidamente de control. Para el momento en que Trump anunció su candidatura en 2015, los ánimos estaban tan caldeados que los estadounidenses de todas las tendencias estaban resentidos con las “élites” que dirigían ambos partidos, algo que sus oponentes republicanos no entendieron hasta que fue demasiado tarde. La campaña de Trump, impulsada principalmente por la animosidad contra los inmigrantes, también tuvo otro enemigo: la élite de Wall Street. Ante la insistencia de Steve Bannon, Trump dedicó mucho tiempo a atacar a las grandes instituciones financieras en nombre del ciudadano olvidado y alimentó la sospecha de que una camarilla de mandarines políticos y financieros estrangulaba a la gente de a pie.
Cuando entrevisté a Trump justo después de haber amarrado la nominación republicana, me dijo que tenía la intención de transformar al Partido Republicano en uno de los trabajadores, un partido de la gente que no ha tenido un aumento salarial real en 18 años, que está enojada.
Su mensaje final en la campaña apeló conscientemente a la rabia que tanta gente había sentido contra Wall Street y Washington. El último de sus spots en vísperas de las elecciones mostraba imágenes de la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, y del CEO de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, implicándolos junto a Hillary Clinton, en lo que Trump llamó “una estructura de poder global que es responsable de las decisiones económicas que han robado a nuestra clase trabajadora, que han despojado a nuestro país de su riqueza y que han puesto ese dinero en los bolsillos de un puñado de grandes corporaciones y entidades políticas “. Y agregó: “la única cosa que puede parar esta máquina corrupta son ustedes”. No es de extrañar que este mensaje tocara una fibra sensible: ¿Qué es Trump si no la encarnación de un puño cerrado y la promesa de impartir justicia?
Desde su investidura, por supuesto, Trump ha demostrado ser cualquier cosa menos el azote de Wall Street. Su principal logro legislativo es un recorte de impuestos para las corporaciones y los ricos que ha deleitado a las élites financieras y ha empujado los mercados a niveles más altos.
Los demócratas le han respondido a Trump con una suerte de desinhibición catártica, liberándose de los grilletes que Obama había impuesto al exonerar a los banqueros y recortar los programas sociales para equilibrar el presupuesto. Últimamente, la energía de la izquierda ha girado en torno a grandes ideas desestabilizadoras del presupuesto, como la colegiatura universitaria gratuita y Medicare para todos, que son en sí mismas una respuesta a la crisis, un aumento de las exigencias al gobierno por parte de los descontentos con la estrechez de la recuperación.
Entre estas propuestas está oculto un deseo frustrado de ajustar cuentas con el establishment de Wall Street y Washington que ha guiado a la economía política desde la crisis. Esto es más evidente en el nuevo proyecto de ley de Elizabeth Warren, la Ley del Capitalismo Responsable, que empoderaría a los trabajadores a expensas de sus jefes corporativos a la vez que redistribuiría la riqueza del uno por ciento hacia abajo (el elemento moral está justo ahí, en el nombre).
Entre los expertos políticos y financieros, estas propuestas son consideradas en su mayoría excéntricas y han sido recibidas con una combinación de burla y sarcasmo. Tal vez deberían tomarse más en serio, ya que son otra expresión de frustración con un sistema que no ha ofrecido una recuperación satisfactoria para decenas de millones de personas en todos los rincones.
Predecir la manera en que esta energía seguirá reconfigurando nuestra política es casi imposible. Cuando Geithner y yo nos sentamos en su despacho en 2010, pensando en lo que nos deparaba el futuro, ninguno de nosotros podía haber imaginado que una consecuencia de la crisis financiera sería el presidente Donald Trump. La lección que queda después de todos estos años es la misma que Geithner estaba empezando a vislumbrar: Ignorar el sentimiento popular siempre tiene consecuencias políticas y a menudo unas que no podemos imaginar.